A veces nos preguntamos por qué tenemos que ir a misa, rezar y hasta comulgar. Nos parece más como una obligación y sometimiento. Nos parece, y así, a veces, lo interpretamos como privarnos de nuestra libertad. Sobre todo cuando no nos apetece o tenemos que obligarnos.
Sí, pretendemos, siguiendo nuestros impulsos, hacer lo que nos apetece y seguir la ley de nuestras propias inclinaciones naturales. Pensamos que eso es ser libre.
Las Palabras de Jesús en el Evangelio de hoy nos sacan de dudas, y nos muestran el camino y la necesidad ineludible que tenemos de injertarnos en el Señor. Y es que sin Él no podemos dar un paso salvífico. Él es la Vid y su Padre el Viñador. Y nosotros los sarmientos, que necesitamos de la Vid para subsistir y llegar a dar frutos.
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
Por eso necesitamos estar y hablar con Él; por eso necesitamos visitarle, intimar, permanecer y vivir. Y, por eso, necesitamos alimentarnos de su Cuerpo y su Sangre, para no desfallecer y vencer al mundo. Sólo no podemos dar frutos, al menos frutos buenos y de Vida gozosa y Eterna. Necesitamos la Vida de la Gracia, para que nuestros frutos sean verdaderamente buenos. Y eso nos exigirá una lucha constante contra el mundo y sus tentaciones.
Permanecer en el Señor exige esfuerzo y lucha, pero, sobre todo, oración, presencia y fe. Oración constante, cada día, que acreciente nuestra amistad, fortaleza y presencia en nosotros. Presencia, a cada instante, que nos haga vivir y respirar a su ritmo y Voluntad. Y fe que derrama toda nuestra confianza y esperanza en su Palabra.
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