miércoles, 27 de enero de 2016

SIEMBRA, TIEMPO Y AGUA

(Mc 4,1-20)


Los frutos no nacen de la nada. Necesitan la semilla, donde están contenidos en potencia, y luego una buena tierra que la acoja y le dé tiempo, sol y el agua necesaria para desarrollarse. Luego, abonos que fertilicen la tierra que amasada en el estiércol de la vida den las condiciones necesarias para que se produzca vida y crecimiento, que, más tarde, se transformen en buenos frutos.

Hoy, por la tarde, tendrá que regar mi pequeño y humilde jardín, y tomo conciencia que sin los mínimos cuidados, las plantas no crecerán ni se vestirán con sus mejores galas y vestidos. Necesita el riego, el sol y la tierra. ¿Y tú y yo?, ¿qué necesitamos? Posiblemente, fe, paciencia y confianza en la Palabra del Señor.

Jesús nos enseña en el Evangelio de hoy el recorrido y peligros a los que está expuesta nuestra vida. La Palabra nos exige fe, pero también fidelidad. La vida nos tienta, y si no la preparamos, la Palabra se nos pierde y no la escuchamos. Se la lleva el viento de la vida con sus banalidades y promesas, que nos seducen; ocurre que, otras veces, la Palabra queda desencarnada en nuestra vida, en la superficie y sin raíces. No tiene criterios profundos que la sostenga y, a la menor contrariedad se debilita y se contamina con las cosas del mundo.

Sin embargo, la Palabra es escuchada por otros, que caen entusiasmado y rendidos a su Verdad, pero las tentaciones y encantos de la vida le seducen y la ahogan y terminan por alejarlos. Sólo, la Palabra que se sienta serenamente en el corazón de aquel que la guarda, la medita y la vive en el esfuerzo de cada día con la oración y la reflexión, es capaz de sostenerla y, permaneciendo en Ella, dar frutos.

Seamos semillas capaces de abrirnos a la Palabra del Señor, y, por su Gracia y Misericordia, disponernos a morir en la tierra de nuestra vida, amasados con la arena y el estiércol de nuestras debilidades y pecados, para dar todos los frutos que el Señor espera de cada uno de nosotros.

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