viernes, 31 de julio de 2015

LO SABÍAN TODO DE AQUEL, MENOS QUE ERA EL HIJO DE DIOS

(Mt 13,54-58)


Sabían todo respecto a Jesús, pero no sabían lo que verdaderamente tenían que saber, que era precisamente el Hijo de Dios, el Mesías que ellos esperaban. Y es que cuando se conoce a alguien bien y cercano, como era el caso de Jesús en su pueblo, cuesta más creerle.

La razón humana se mueve de esa forma. Lo conocido y cercano no se valora. Aquel era Jesús, el hijo del carpintero y parientes de muchos en el pueblo. ¿De dónde, pues, le venía esa sabiduría? ¿No nos van a decir que este es el Mesías esperado? Eso no les cabía en la cabeza.

¿Podemos imaginarnos un Dios al que abarquemos con nuestra razón y entendimiento? Si entendiéramos a Dios, dejaría de ser Dios porque estaríamos a su altura. Ese es nuestro mayor pecado, querer entender a Dios y levantar la muralla de la soberbia hasta entenderle. Y nunca le entenderemos, porque precisamente es Dios. De ahí que nadie es profeta en su tierra.

Por eso, cuando nos empeñamos en querer entender a Dios, terminamos confundido, quizás más alejados y desorientados. Fue lo que les ocurrió a sus paisanos, que como le conocían no podían, ni siquiera imaginar que aquel que tenían delante era el Hijo de Dios.

Sin embargo, cuando aceptamos la Grandeza de Dios y su Omnipotencia y Poder, y humildemente nos postramos ante su Divinidad, inalcanzable para nuestras pequeñas y pobres mentes, todo, por la Gracia de Dios, resulta diferente. Nuestra mente, auxiliada e iluminada por la Gracia, se abre a la experiencia de Dios y a su comprensión. Es la experiencia de Bartimeo, el ciego, que rogándole ver, sus ojos quedaron abiertos a la luz tanto física como espiritual.

No es el camino el de exigir al Señor pruebas de su Divinidad, sino aceptar la realidad de tomar conciencia de nuestra naturaleza humana, real y delante de nosotros, y de experimentar el Poder de Dios que nos ha creado para la Vida Eterna. Porque de igual forma que no entenderemos nunca el Misterio de Dios, tampoco entenderemos nunca nuestro propio misterio, ni la Gracia de la Resurrección que, eso sí, Jesús nos hizo partícipe y que los apóstoles, avisados por aquellas mujeres, fueron testigos.

Humildes y abiertos a la Gracia de la sabiduría, pidamos al Señor luz para comprender su Divinidad. Amén.

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