miércoles, 20 de febrero de 2013

A PESAR DE LA RESURRECCIÓN

(Lc 11,29-32)


En la medida de nuestros raciocinios, vamos dándonos razones que contradicen, valga la redundancia, nuestras propias razones. En la medida que más razonamos, más nos perdemos y experimentamos que nada podemos probar. Ocurre también que nunca podremos entender eso de la Resurrección, porque todo lo demás, lo de la muerte está debidamente probado. Pero, eso de la Resurrección no nos entra por la cabeza.

Y no nos entra porque de admitirlo toda nuestra vida debería cambiar. Y cambiar significa dejar mis egoísmos, mis intereses, mis ambiciones y mis afanes personales, para buscar el bien y la justicia en los demás. Eso sería lo mismo que decir, dejar de pensar en mí y pensar en el bien de los otros. O lo que es lo mismo, estar en disponibilidad de servicio para los demás. Y eso es simplemente, amar.

Es muy frecuente escuchar: "Nadie ha venido para decírnoslo". No he visto a nadie que haya regresado para demostrarnos lo de la resurrección, y, aun autoengañandonos, queremos justificar lo injustificable. Jesús es la prueba Divina que se nos pone ante los ojos. Es dado muerto, sin culpa ninguna, por nuestra soberbia y orgullo, y resucita para Gloria del Padre y redención de cada uno de nosotros. Sin embargo, son muy pocos los que lo creen.

No obstante, sí creemos patrañas y mentiras que no sabemos ni quien las dice, y todo lo que la ciencia propone, aún sin demostración. La diferencia es que eso no nos modifica nuestra manera de pensar ni nuestra vida. La cuestión es que queremos hacer lo que nos viene en gana según nuestros intereses, y no hay lugar para la disponibilidad, el servicio desinteresado, la justicia y el amor. Por todo eso decimos, "No".

Pidamos al Espíritu Santo que nos alumbre el camino hasta el punto de no poder negarlo más.

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