viernes, 14 de enero de 2011

A LA LUZ DE LA PALABRA (Mc 2, 1-12).


¡Qué grande es el SEÑOR! Cuando se supo que JESÚS estaba en Cafarnaún, acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Su importancia era notable y acudían todos ávidos de ser curados más que por su doctrina. Igual ocurre hoy, acuden a la Iglesia a buscar el alimento y la solución de las necesidades materiales más que las espirituales. La Iglesia es la atalaya de los pobres mendigos que, pacientemente, mendigan unas monedas. Y la solución para muchos necesitados de medios materiales para subsistir.

Sin embargo, lo mismo que hizo JESÚS, la Iglesia ofrece, principalmente, los sacramentos, sobre todo, el Bautismo, el del perdón y la Eucaristía, porque esa es la verdadera salvación que sólo puede darla JESÚS en su Iglesia. Pero a todos no nos resulta eso lo fundamental, queremos primero la sanación del cuerpo y las necesidades materiales. Es eso lo que más nos duele y lo que, a nuestro juicio, lo que más necesitamos.

Pero JESÚS nos busca y atiende en lo primero, nuestra liberación y salvación del pecado, como hizo con el paralítico, y si hace lo segundo, nuestra sanación corporal es para que nos demos cuenta que tiene poder para hacer ambas cosas. Es DIOS y todo le es posible.

Y es que de nuestras enfermedades y muerte no nos va a librar. Un día nos llegará el momento, el tiempo de padecer nuestra propia pascua, y nos es necesario, porque ÉL así lo ha querido y se ha puesto el primero en padecerlo para mostrarnos el camino. Es el tributo del pecado original, y es la prueba de nuestra fe y aceptación, como hizo JESÚS en Getsemaní.

Pero eso no es sino el principio de la Gloria que nos espera. La muerte, y el camino de la enfermedad, si así nos ocurre, es el momento más glorioso de nuestra vida, porque en él podemos ofrecerle nuestro particular calvario, para nuestra remisión y salvación, por nuestros pecados y rechazos a sus planes y proyectos para cada uno de nosotros. En JESÚS, injertados en ÉL, encontramos sentido a todos nuestros sufrimientos, que no podremos evitar, ofrecidos en nuestra cruz propia.

No tengamos miedo, nos decía Juan Pablo, II, y nos lo repite Benedicto XVI, porque nuestro parálisis está curado, como también nuestra lepra y todo tipo de enfermedad. No cuando nosotros queramos, pero si cuando nuestro PADRE Bueno del Cielo lo crea oportuno. A nosotros sólo nos conviene creer, seguirle y ponernos en sus Manos dispuestos a escucharle y hacer su Voluntad.

Limpiame, SEÑOR, de toda impureza
de pecado, de todo orgullo y engreimiento,
de toda soberbia y egoísmo.

Limpiame, SEÑOR, de toda búsqueda de
pan material, y dame la sabiduría de
buscar el verdadero alimento que
proporciona la vida eterna. Amén.

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