miércoles, 21 de julio de 2010

EL PELIGRO DEL ACTIVISMO.


La medida que usamos para cuantificar nuestra eficacia está siempre relacionada con la cantidad y la rentabilidad de lo realizado. De tal forma, que según las cosas que hayamos hecho durante el día nos sentiremos satisfecho o no, sin embargo, escapa a nuestra reflexión el preguntarnos por, no tanto la cantidad que la calidad. Es decir, lo que importa no es el cuanto sino el cómo de lo mucho o poco que hayamos hecho.

La verdadera medida es hacer lo que hacemos, bien y con el mayor entusiasmo y amor del que seamos capaces. Sólo tiene valor la cantidad de amor que hayamos puesto en lo que hayamos hecho, y si, realmente, lo hemos hecho por y para amar. Porque, al final, sólo eso va a valer su precio en oro, ya que todos los demás intereses que lo muevan son partidistas y egoístas. El amor, del que aquí hablamos y al cual nos referimos, es el que damos gratuito, tal como lo hemos recibido, porque de media otro interés ya no sería amor puro, sino amor interesado.

La eficiencia, en ocasiones, nos obsesiona. Queremos rendir más, aprovechar a fondo el tiempo, atender varios asuntos a la vez, conquistar metas y más metas. subir, trepar, acaparar la atención y centro de los demás...etc. Ansiamos destacar y que se nos premie ese esfuerzo y, sin darnos cuenta, olvidamos lo esencial: hacer las cosas por amor.

En el torbellino de todo ese activísimo nos dejamos coger por el tren de todo lo que hemos hecho a lo largo del día. Desde el excelente editorial que leímos a primeras hora de la mañana, el desayuno consumido rápidamente, la hora exacta y puntual a la que nos incorporamos al trabajo, el haber terminado 10 asuntos pendientes, el haber respondido a más de 25 mensajes del email y...etc.

Sin embargo, hay algo que nos dice que no estamos satisfechos, al menos del todo, porque, quizás, todas esas cosas no han sido hechas con verdadero amor. Queda un vacío en mi interior que me dice que en esa carrera vertiginosa, se han quedado cosas muy importantes, cosas que nunca mueren, que no caducan, porque lo hecho con amor deja siempre el recuerdo eterno de lo que siempre queda.

Es posible, como le pudo ocurrir a Marta, la hermana de María, que vivamos con la agenda repleta de compromisos y con un gran vacío en el corazón. Quizá nos ocurre eso porque la avalancha de actividades nos ha alejado de lo más importante, porque hemos perdido la brújula y no sabíamos exactamente hacia dónde queríamos llegar. Buscamos sin saber que buscamos.

Sí, sabemos que andamos detrás de la felicidad, poque ella buye en nuestro interior, pero no sabemos dónde debemos buscarla. Pararnos y reflexionar un poco; escuchar y sentarnos a lo pies de Quien puede alumbrarnos y orientar nuestro camino se hace como muy necesario: "Lo más importante". Hemos sido creado para algo mucho más grande, más noble, más profundo, más hermoso. La verdadera vocación del hombre está no en el hacer, sino en el amar.

Juan Pablo II lo explicaba con estas palabras: "El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta" (Redemptor hominis, nº 10).

Nuestra plenitud no está en la técnica, ni en la televisión, ni en Internet, ni en los crucigramas, ni en la conquista de una buena forma física, ni en la dieta, ni en la lectura de novelas apasionantes o de libros de ciencia. Nuestra plenitud está en aprender a vivir según nuestra naturaleza íntima, profunda: según el plan de DIOS, que nos hizo por amor y nos invita cada día a amar.

Por lo tanto, la pregunta, nuestra pregunta debe de ir, en la dirección que JESÚS le respondió a Marta: "Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán".

No vale la pena afanarse tanto en hacer y hacer, sólo hay una única cosa importante: "Lo que se hace con amor , que es lo que nos hace posible descubrir nuestra propia felicidad para toda la eternidad".

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